Wall Street 1853

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lunes, 19 de octubre de 2015

La casta



A la temprana edad de diez años, habiendo suspirado en secreto y sin respuesta por Lucio Servilio Belicio,
 un año mayor que ella, y también vecino de la populosa Subura, Cornelia Sexta sorprendió a su familia al expresarles su deseo de aspirar a la consagración como sacerdotisa de Vesta. 
Su padre, Cayo Cornelio Faventino, primer centurión en la Legión X, admirado por su astucia, al haber evitado una emboscada en la campaña de Jerusalén, que habría costado miles de vidas, entre sorprendido y resignado, dio su conformidad.
Contendiendo con un sinnúmero de niñas, sometidas al más exigente examen, la fortuna quiso que Cornelia fuera la elegida por los dioses para tan alto honor.

Los idus de junio, en plenas fiestas Vestalias, tras recibir la visita de Emilia Menor, su madre, salió a acompañarla a la salida del santuario. Después de veintinueve inviernos de intachable entrega a sus quehaceres, y de escrupulosa observancia de sus obligaciones, el corazón y la respiración de Cornelia se detuvieron al encontrarse súbitamente con Lucio Servilio. Emilia le sonrió y realizó las innecesarias presentaciones. Él, aun diestro en el arte de la retórica, apenas fue capaz de articular unas palabras de cortesía ante la intacta belleza, en la que reconoció a aquella niña que le colmaba de simpatía y regalos en sus primeros años; y a la que no se atrevió a corresponder por temor a las burlas de sus compañeros de juegos. Ella se reencontró con el rostro hermoso y esquivo de cuya memoria había intentado zafarse, en vano, durante décadas de disciplina.

Su madre se despidió y se marchó apresurada a encargarse de los asuntos familiares, que ahora afrontaba en compañía de su marido, Cayo Cornelio, ya retirado y dedicado exclusivamente a la actividad civil en la administración, bajo la protección del emperador.


Una vez a solas, Lucio, que iba cubierto con su toga de candidato, de pulcra lana blanca, hizo una breve relación de los avatares de su carrera militar y política.
- Y ahora- dijo- después de servir en puestos de rango menor, me presento a la magistratura de cuestor, aunque el resultado ya esté, sin duda, decidido. Desde que Augusto detentara el poder absoluto, los comicios se convirtieron en una farsa. Nos indigna que la recaudación y las cuentas públicas se hayan convertido en un negocio para los amigos del emperador, pero queremos alzar nuestra voz contra esta depravación, para que no sea olvidada ni tolerada. Y con ese fin he sido elegido por nuestra asamblea para esta  candidatura.
- ¿Qué asamblea es esa que te otorgó tal honor?- inquirió Cornelia-.
- La de oficiales, soldados, artesanos, funcionarios, comerciantes y campesinos, descontentos con la frivolidad del emperador. Ha consentido, primero, y alentado, después, una maraña de clientelas, prebendas y sinecuras para unos pocos, principalmente veteranos de la milicia, a cambio de su complicidad, en esta apropiación de la vida y las cosas públicas. 
- Contra la que creo que poco se podrá hacer.
- Pero nunca callar. 

Se despidieron, con la íntima y amarga evidencia de que la posición de sacerdotisa de Vesta no favorecía la promesa de volverse a ver.

Cornelia había conseguido escapar de toda pulsión carnal refugiada en los años de rutina y obediencia, un cobijo que se empezó a resquebrajar desde el momento mismo de su inesperado encuentro. Pasados los días y las semanas, una desconocida exaltación minaba su entereza. Y no se apaciguaba por más que supiera que el destino reservado a una vestal que quebrantase su juramento de castidad era ser enterrada viva. Ni siquiera mitigaba su impaciencia saber que ya estaban próximos a cumplirse los treinta años de sus votos, momento a partir del cual podría renunciar a renovarlos.

Lucio Servilio no era ajeno a ese repentino arrebato, que le había llegado en un momento en que todos sus afanes estaban puestos en la conquista de otras metas. No obstante, a pesar de la limitación de movimientos de Cornelia, y del riesgo que él mismo correría, sometió a una discreta vigilancia la Casa de las Vestales. Al fin, dos semanas más tarde, la vio salir cuando empezaba a oscurecer. No le fue difícil aproximarse a ella con sigilo y, con un mínimo intercambio de palabras, convenir reunirse en un recodo del Tíber, a salvo bajo el manto de la oscuridad.

Libres ya de amarras sus pasiones, propiciaron nuevos encuentros, siempre huyendo de la luz delatora, sin más testigos que los susurros y las promesas. A este frenesí se entregaron durante los meses siguientes.

Una noche, Lucio Servilio acudió en un estado de agitación desacostumbrado:
- Esta nueva decepción en los comicios ha acabado con nuestra paciencia- le contó jadeante-. Los míos han decidido no continuar alimentando la pantomima: han apostado por tomar las armas y ponerlas al servicio de los viejos principios y virtudes de la república. Ya no habrá paz para los traidores del pueblo romano.
- No quisiera verte con las manos manchadas de sangre, Lucio. Ofenderás a los dioses, y se volverán contra ti.
- Pero no puedo dejar solos a mis camaradas. Los guardias ya nos andan buscando, y, por ahora, no puedes exponerte viéndome. Me tengo que marchar, porque esta misma noche pagarán con sus vidas los viejos compadres del emperador: los corruptos oficiales de la Legión X, principales beneficiarios del expolio imperial.

Esto decía Lucio Servilio cuando unos jóvenes, ebrios y vociferantes, que cruzaban el puente, advirtieron unas sombras entre los arbustos y comenzaron a arrojarles piedras entre risas y gritos. La algarabía llamó la atención de dos soldados que se hallaban próximos y que se apresuraron a bajar al río hacia los desconocidos. Lucio hizo huir a Cornelia a toda prisa, para no ser identificada, mientras él se enfrentaba a sus perseguidores, que le reconocieron y consiguieron reducirle.

Las calendas de octubre, a la hora cuarta, Cornelia caminaba por una concurrida calle, cuando se encontró con el cortejo triunfal de la Legión X, la misma en la que había servido su padre, que regresaba después de una nueva campaña victoriosa en Hispania. 
Cuando cesó el clamor de la ruidosa comitiva, vio aproximarse con lentitud otra procesión, que acompañaba a un reo hasta el cadalso. Sobre un carro, maniatado y tambaleándose a consecuencia de la visible violencia de que había sido objeto, la mirada de Lucio Servilio Belicio se iluminó cuando se encontró con los ojos de la sacerdotisa.
Sabía bien que entre los privilegios de que gozaban las vestales estaba el de perdonar la vida a un condenado a muerte si se cruzaban con él.

Sin detenerse, Cornelia Sexta bajó la mirada y siguió su camino.





2 comentarios:

  1. Muy bueno ese relato romano. Muy cabrona esa Cornelia Sexta. El otro día le daba vueltas a la cabeza de que no he escrito nada sobre Roma. Hubo un tiempo que leí mucha literatura sobre la época. Edward Bulwer Lytton, Eça de Queiroz,Henri de Sienkiwicz, Robert Graves, Pär Lagervist, Marguerite Yourcenaur y por supuesto Petronio. Entre ellos está un curioso tipo, Lewis Wallace, el autor de Ben-Hur que, siendo gobernador de Nuevo México después de haber alcanzando el rango de general en la Guerra de Secesión, fue el que dictó la busca y captura, vivo o muerto, de Billy El Niño que efectuó Pat Garrett. Si te interesa el tema Roma, que veo que sí, no puedes perderte las tres novelas que escribió el colega Pedro Gálvez, una trilogía soberbia que carga contra Claudio y exonera al odiado Nerón. La vida de ese colega da para un buen montón de novelas: fundador del Partido Comunista de Venezuela, conspirador revolucionario en Latinoamérica, agente de la Stassi. Estuvo a punto de morir asesinado en Munich, en donde me encuentro, hace tres años.

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    1. Gracias, José Luis.
      Pues lo que nunca se me ha pasado a mí por la cabeza es un western, pero, ahora que lo dices, recojo el guante.
      La Yourcenar y, sobre todo, el balearizado Graves, habitan mis altares, y, ya que hablas de Petronio, esta historia quiso arrancar como una sátira sobre la castidad, y mira cómo acabó, como un drama sobre lealtades. Curioso.
      Desconocía la biografía de Wallace y no sabía nada del camarada Gálvez, pero merece prestarle atención, no sé si más a su vida o a su obra.
      Cuídate mucho, que en Munich es fácil toparse con un crimen, una conspiración o un entrenador filosofal a la vuelta de cualquier esquina.

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