A la temprana edad de diez años, habiendo suspirado
en secreto y sin respuesta por Lucio Servilio Belicio,
un año mayor que ella, y también vecino de la
populosa Subura, Cornelia Sexta sorprendió a su familia al expresarles su deseo
de aspirar a la consagración como sacerdotisa de Vesta.
Su padre, Cayo Cornelio Faventino, primer
centurión en la Legión X, admirado por su astucia, al haber evitado una
emboscada en la campaña de Jerusalén, que habría costado miles de vidas, entre
sorprendido y resignado, dio su conformidad.
Contendiendo con un sinnúmero de niñas, sometidas
al más exigente examen, la fortuna quiso que Cornelia fuera la elegida por los
dioses para tan alto honor.
Los idus de junio, en plenas fiestas Vestalias,
tras recibir la visita de Emilia Menor, su madre, salió a acompañarla a la salida del
santuario. Después de veintinueve inviernos de intachable entrega a sus
quehaceres, y de escrupulosa observancia de sus obligaciones, el corazón y
la respiración de Cornelia se detuvieron al encontrarse súbitamente con Lucio
Servilio. Emilia le sonrió y realizó las innecesarias presentaciones. Él, aun
diestro en el arte de la retórica, apenas fue capaz de articular unas palabras
de cortesía ante la intacta belleza, en la que reconoció a aquella niña que le
colmaba de simpatía y regalos en sus primeros años; y a la que no se atrevió a
corresponder por temor a las burlas de sus compañeros de juegos.
Ella se reencontró con el rostro hermoso y esquivo de cuya memoria había
intentado zafarse, en vano, durante décadas de disciplina.
Su madre se despidió y se marchó apresurada a
encargarse de los asuntos familiares, que ahora afrontaba en compañía de su
marido, Cayo Cornelio, ya retirado y dedicado exclusivamente a la actividad
civil en la administración, bajo la protección del emperador.
Una vez a solas, Lucio, que iba cubierto con su
toga de candidato, de pulcra lana blanca, hizo una breve relación de los
avatares de su carrera militar y política.
- Y ahora- dijo- después de servir en puestos de rango menor, me presento a
la magistratura de cuestor, aunque el resultado ya esté, sin duda,
decidido. Desde que Augusto detentara el poder absoluto, los comicios
se convirtieron en una farsa. Nos indigna que la recaudación y las cuentas
públicas se hayan convertido en un negocio para los amigos del emperador, pero
queremos alzar nuestra voz contra esta depravación, para que no sea olvidada ni
tolerada. Y con ese fin he sido elegido por nuestra asamblea para esta
candidatura.
- ¿Qué asamblea es esa que te otorgó tal honor?- inquirió Cornelia-.
- La de oficiales, soldados, artesanos,
funcionarios, comerciantes y campesinos, descontentos con la frivolidad del
emperador. Ha consentido, primero, y
alentado, después, una maraña de clientelas, prebendas y sinecuras para unos
pocos, principalmente veteranos de la milicia, a cambio de su complicidad, en
esta apropiación de la vida y las cosas públicas.
- Contra la que creo que poco se podrá hacer.
- Pero nunca callar.
Se despidieron, con la íntima y amarga evidencia de
que la posición de sacerdotisa de Vesta no favorecía la promesa de volverse a
ver.
Cornelia había conseguido escapar de toda pulsión
carnal refugiada en los años de rutina y obediencia, un cobijo que se empezó a
resquebrajar desde el momento mismo de su inesperado encuentro. Pasados los
días y las semanas, una desconocida exaltación minaba su entereza. Y no se
apaciguaba por más que supiera que el destino reservado a una vestal que
quebrantase su juramento de castidad era ser enterrada viva. Ni siquiera
mitigaba su impaciencia saber que ya estaban próximos a cumplirse los treinta
años de sus votos, momento a partir del cual podría renunciar a renovarlos.
Lucio Servilio no era ajeno a ese repentino
arrebato, que le había llegado en un momento en que todos sus afanes estaban
puestos en la conquista de otras metas. No obstante, a pesar de la limitación
de movimientos de Cornelia, y del riesgo que él mismo correría, sometió a una
discreta vigilancia la Casa de las Vestales. Al fin, dos semanas más tarde, la
vio salir cuando empezaba a oscurecer. No le fue difícil aproximarse a
ella con sigilo y, con un mínimo intercambio de palabras, convenir reunirse en
un recodo del Tíber, a salvo bajo el manto de la oscuridad.
Libres ya de amarras sus pasiones, propiciaron
nuevos encuentros, siempre huyendo de la luz delatora, sin más testigos que los
susurros y las promesas. A este frenesí se entregaron durante los meses
siguientes.
Una noche, Lucio Servilio acudió en un estado de
agitación desacostumbrado:
- Esta nueva decepción en los comicios ha
acabado con nuestra paciencia- le contó jadeante-. Los míos han decidido
no continuar alimentando la pantomima: han apostado por tomar las armas y
ponerlas al servicio de los viejos principios y virtudes de la república.
Ya no habrá paz para los traidores del pueblo romano.
- No quisiera verte con las manos manchadas de
sangre, Lucio. Ofenderás a los dioses, y se volverán contra ti.
- Pero no puedo dejar solos a mis
camaradas. Los guardias ya nos andan buscando, y, por ahora, no puedes
exponerte viéndome. Me tengo que marchar, porque esta misma noche pagarán con
sus vidas los viejos compadres del emperador: los corruptos oficiales de la
Legión X, principales beneficiarios del expolio imperial.
Esto decía Lucio Servilio cuando unos jóvenes,
ebrios y vociferantes, que cruzaban el puente, advirtieron unas sombras entre
los arbustos y comenzaron a arrojarles piedras entre risas y gritos. La
algarabía llamó la atención de dos soldados que se hallaban próximos y que se
apresuraron a bajar al río hacia los desconocidos. Lucio hizo huir a Cornelia a
toda prisa, para no ser identificada, mientras él se enfrentaba a sus
perseguidores, que le reconocieron y consiguieron reducirle.
Las calendas de octubre, a la hora cuarta, Cornelia
caminaba por una concurrida calle, cuando se encontró con el cortejo
triunfal de la Legión X, la misma en la que había servido su padre, que
regresaba después de una nueva campaña victoriosa en Hispania.
Cuando cesó el clamor de la ruidosa comitiva,
vio aproximarse con lentitud otra procesión, que acompañaba a un reo hasta
el cadalso. Sobre un carro, maniatado y tambaleándose a consecuencia de la
visible violencia de que había sido objeto, la mirada de Lucio Servilio Belicio
se iluminó cuando se encontró con los ojos de la sacerdotisa.
Sabía bien que entre los privilegios de que gozaban
las vestales estaba el de perdonar la vida a un condenado a muerte si se
cruzaban con él.
Sin detenerse, Cornelia Sexta bajó la mirada y
siguió su camino.
Muy bueno ese relato romano. Muy cabrona esa Cornelia Sexta. El otro día le daba vueltas a la cabeza de que no he escrito nada sobre Roma. Hubo un tiempo que leí mucha literatura sobre la época. Edward Bulwer Lytton, Eça de Queiroz,Henri de Sienkiwicz, Robert Graves, Pär Lagervist, Marguerite Yourcenaur y por supuesto Petronio. Entre ellos está un curioso tipo, Lewis Wallace, el autor de Ben-Hur que, siendo gobernador de Nuevo México después de haber alcanzando el rango de general en la Guerra de Secesión, fue el que dictó la busca y captura, vivo o muerto, de Billy El Niño que efectuó Pat Garrett. Si te interesa el tema Roma, que veo que sí, no puedes perderte las tres novelas que escribió el colega Pedro Gálvez, una trilogía soberbia que carga contra Claudio y exonera al odiado Nerón. La vida de ese colega da para un buen montón de novelas: fundador del Partido Comunista de Venezuela, conspirador revolucionario en Latinoamérica, agente de la Stassi. Estuvo a punto de morir asesinado en Munich, en donde me encuentro, hace tres años.
ResponderEliminarGracias, José Luis.
EliminarPues lo que nunca se me ha pasado a mí por la cabeza es un western, pero, ahora que lo dices, recojo el guante.
La Yourcenar y, sobre todo, el balearizado Graves, habitan mis altares, y, ya que hablas de Petronio, esta historia quiso arrancar como una sátira sobre la castidad, y mira cómo acabó, como un drama sobre lealtades. Curioso.
Desconocía la biografía de Wallace y no sabía nada del camarada Gálvez, pero merece prestarle atención, no sé si más a su vida o a su obra.
Cuídate mucho, que en Munich es fácil toparse con un crimen, una conspiración o un entrenador filosofal a la vuelta de cualquier esquina.