Wall Street 1853

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jueves, 28 de enero de 2016

Estación a estación

De todo lo nuevo, extraordinario y sorprendente que conoció Battle Mountain después de que la línea ferroviaria de Central Pacific nos conectara con el Este, nada pudo igualar al reverendo D.J. Jones.


Sin embargo, no llegó en el ferrocarril. El jefe de estación, y sus compañeros repitieron docenas de veces que el día que apareció por primera vez no vieron a nadie bajarse del tren. Tampoco fue visto a caballo o en carruaje. Sólo los niños nos atrevimos a preguntarle lo que todos deseaban saber: cómo había venido al pueblo. Entonces nos respondió guiñando un ojo:
- “Me caí a la Tierra. Eso es todo”.

Su disposición amistosa atrajo la simpatía de muchos, aunque sembró la desconfianza de algunos. En la iglesia, por muy solemne o sombrío que pareciera el asunto que trataban las Escrituras, siempre encontraba un motivo para la alegría y para cantar. Creó un coro al que muchachos y muchachas se sumaron con entusiasmo, aprendiendo un nuevo repertorio de himnos sureños, plenos de viveza y ritmo.
- “Mis jóvenes americanos: excelente para unos principiantes absolutos”, les animaba con su refinado acento inglés.
Hasta entonces nadie había osado dar una palmada en nuestro templo; la rigidez de otro tiempo dio paso a un nuevo aire más afable, más libre.

Después de las clases se reunía a menudo con nosotros y nos llevaba a dar largos paseos por el campo. Se detenía ante rocas, arroyos, animales o plantas para explicar detalles que nos maravillaban y nunca habíamos imaginado. Nos hablaba apasionadamente del delicado equilibrio que existe entre todas las criaturas, entre nosotros y ellas, y entre todos y el resto del Universo.
- “Somos unos seres diminutos, nada más que polvo de estrellas, que un día volveremos como cenizas a las cenizas. Hasta ese momento, no olvidéis que hay infinidad de mundos por descubrir. Creedme cuando os digo que los hijos de vuestros hijos serán héroes que mañana flotarán allá arriba, a bordo de una estación de metal ligero”.  Se atrevía a anunciar.

Fue la primera vez que nuestra comunidad tuvo como pastor a un hombre soltero. El reverendo Jones no pudo pasar inadvertido entre la feligresía femenina sin compromiso matrimonial en vigor. Solteras y viudas compitieron por ganar su favor. Declinó afectuosamente todas las proposiciones, más o menos explícitas, dando así pie a habladurías sobre sus gustos e inclinaciones. Él se reía con ganas del ansia de murmuración de sus vecinos.

Se extendió la leyenda, venida de quién sabe dónde, de que antes de embarcar en Inglaterra rumbo a Estados Unidos, fue un rebelde que pasó varios años recorriendo África y Europa. Allí se habría enamorado de la hija de un comediante napolitano, con quienes llegó a trabajar una larga temporada, hasta que ella fijó su atención en el célebre malabarista Cane Diamante. Y así fue cómo el desamor lo trajo a esta orilla del Atlántico.
Supimos que conservaba parte del estrafalario vestuario de aquel antiguo oficio, y que le gustaba usarlo para andar por casa. De esta guisa había sido descubierto por varios de los fisgones que se habían acercado de puntillas a su ventana.

Una mañana compró un ramo de flores y se encaminó hacia la casa del alcalde y propietario del hotel y la funeraria. Una vez dentro, se descubrió y saludó con su peculiar cortesía a la atónita familia para, a continuación, dirigirse a Daniella Wilson, sirvienta de la casa desde su infancia. Allí, en presencia de todos, le pidió matrimonio. La hermosa Daniella, hija de esclavos y nacida esclava, era la única mujer por la que nadie hubiera apostado como esposa de D.J. Jones. El amor moderno acababa de llegar a Battle Mountain.

Después de varias décadas de entrega exclusiva a su labor pastoral, el reverendo trabajó sin descanso para seguir atendiendo a su comunidad a la vez que a su mujer y a su hija.
Fueron años dorados, en los que crecimos contemplando cómo se materializaban sus muchos esfuerzos para traer la fraternidad y el mutuo respeto entre nosotros.

Dejó atrás la juventud y la madurez, pero cuando supimos de la grave enfermedad que se había adueñado de él, a todos nos pareció demasiado pronto. Daniella cuidó con amorosa devoción a su marido, que no se permitió, ni bajo presión de una ya deteriorada salud, abandonar su rebaño.
Sus últimos días los pasó en la cama, despierto, y con aspecto cansado, pero tranquilo. Cuentan quienes le acompañaban cuando llegó su hora, que en aquel instante una suave claridad se filtró en la estancia. Entonces abrió los ojos, sonrió y susurró:
- “¿Ya está aquí, Mayor? Estoy preparado”.
                                                          

David Robert Jones ( ? - 2016)

9 comentarios:

  1. Muy limpio, me he quedado con ganas de mas. besos

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    1. Muy agradecido, mi querida y amable comentarista. Apuesto por la brevedad para no abusar, como Catilina, de la paciencia del respetable.
      Besos wagnerianos.

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  2. Lo he leído con una curiosidad tan ansiosa de final que se impone una relectura. Tus artefactos son cada vez más perfectos.

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    1. ¡Todavía queda gente que se refugia en el anonimato para lanzar elogios impunemente! ¡Qué barbaridad!

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  3. Curioso caso: no sé porqué, mientras la narración va pasando a mi cabeza, yo le pongo el rostro de Clint Eastwood y me maravillo al descubrir que la elegida no es otra que Halle Berry. Luego la "suave claridad", sin rostro ¡Claro!

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  4. Muy bonito Manuel, perfecto como reloj suizo. Yo como soy cada día más tonto, me he quedado colgado con el interrogante final. Esperaremos ansiosos la siguiente entrega...

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  5. Sé de unos cuantos a los que les habría gustado tu relato, el Gran Duque y Ziggy entre ellos.
    Muy bueno Clavijo.

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  6. Sé de algunos a los que les habría gustado tu relato, Clavijo, como al Duque blanco, a Ziggy o al hombre de las estrellas.

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