De todo lo nuevo, extraordinario y sorprendente que conoció Battle
Mountain después de que la línea ferroviaria de Central Pacific nos conectara con el Este,
nada pudo igualar al reverendo D.J. Jones.
Sin embargo, no llegó en el
ferrocarril. El jefe de estación, y sus compañeros repitieron docenas de veces
que el día que apareció por primera vez no vieron a nadie bajarse del tren.
Tampoco fue visto a caballo o en carruaje. Sólo los niños nos atrevimos a
preguntarle lo que todos deseaban saber: cómo había venido al pueblo. Entonces
nos respondió guiñando un ojo:
- “Me caí a la Tierra. Eso es todo”.
Su disposición amistosa atrajo la simpatía de muchos, aunque
sembró la desconfianza de algunos. En la iglesia, por muy solemne o sombrío que
pareciera el asunto que trataban las Escrituras, siempre encontraba un motivo
para la alegría y para cantar. Creó un coro al que muchachos y muchachas se
sumaron con entusiasmo, aprendiendo un nuevo repertorio de himnos sureños,
plenos de viveza y ritmo.
- “Mis jóvenes americanos: excelente para unos principiantes
absolutos”, les animaba con su refinado acento inglés.
Hasta entonces nadie había osado dar una palmada en nuestro templo;
la rigidez de otro tiempo dio paso a un nuevo aire más afable, más libre.
Después de las clases se reunía a menudo con nosotros y nos
llevaba a dar largos paseos por el campo. Se detenía ante rocas, arroyos, animales
o plantas para explicar detalles que nos maravillaban y nunca habíamos
imaginado. Nos hablaba apasionadamente del delicado equilibrio que existe entre
todas las criaturas, entre nosotros y ellas, y entre todos y el resto del
Universo.
- “Somos unos seres diminutos, nada más que polvo de estrellas,
que un día volveremos como cenizas a las cenizas. Hasta ese momento, no
olvidéis que hay infinidad de mundos por descubrir. Creedme cuando os digo que
los hijos de vuestros hijos serán héroes que mañana flotarán allá arriba, a
bordo de una estación de metal ligero”.
Se atrevía a anunciar.
Fue la primera vez que nuestra comunidad tuvo como pastor a un
hombre soltero. El reverendo Jones no pudo pasar inadvertido entre la
feligresía femenina sin compromiso matrimonial en vigor. Solteras y viudas
compitieron por ganar su favor. Declinó afectuosamente todas las proposiciones,
más o menos explícitas, dando así pie a habladurías sobre sus gustos e
inclinaciones. Él se reía con ganas del ansia de murmuración de sus vecinos.
Se extendió la leyenda, venida de quién sabe dónde, de que antes
de embarcar en Inglaterra rumbo a Estados Unidos, fue un rebelde que pasó varios
años recorriendo África y Europa. Allí se habría enamorado de la hija de un
comediante napolitano, con quienes llegó a trabajar una larga temporada, hasta
que ella fijó su atención en el célebre malabarista Cane Diamante. Y así fue cómo el desamor lo trajo a esta orilla del
Atlántico.
Supimos que conservaba parte del estrafalario vestuario de aquel
antiguo oficio, y que le gustaba usarlo para andar por casa. De esta guisa había
sido descubierto por varios de los fisgones que se habían acercado de puntillas
a su ventana.
Una mañana compró un ramo de flores y se encaminó hacia la casa
del alcalde y propietario del hotel y la funeraria. Una vez dentro, se descubrió
y saludó con su peculiar cortesía a la atónita familia para, a continuación,
dirigirse a Daniella Wilson, sirvienta de la casa desde su infancia. Allí, en
presencia de todos, le pidió matrimonio. La hermosa Daniella, hija de esclavos
y nacida esclava, era la única mujer por la que nadie hubiera apostado como
esposa de D.J. Jones. El amor moderno acababa de llegar a Battle Mountain.
Después de varias décadas de entrega exclusiva a su labor pastoral,
el reverendo trabajó sin descanso para seguir atendiendo a su comunidad a la
vez que a su mujer y a su hija.
Fueron años dorados, en los que crecimos contemplando cómo se
materializaban sus muchos esfuerzos para traer la fraternidad y el mutuo
respeto entre nosotros.
Dejó atrás la juventud y la madurez, pero cuando supimos de la
grave enfermedad que se había adueñado de él, a todos nos pareció demasiado
pronto. Daniella cuidó con amorosa devoción a su marido, que no se permitió, ni
bajo presión de una ya deteriorada salud, abandonar su rebaño.
Sus últimos días los pasó en la cama, despierto, y con aspecto
cansado, pero tranquilo. Cuentan quienes le acompañaban cuando llegó su hora,
que en aquel instante una suave claridad se filtró en la estancia. Entonces abrió
los ojos, sonrió y susurró:
- “¿Ya está aquí, Mayor? Estoy preparado”.
David Robert Jones ( ? - 2016)
Muy limpio, me he quedado con ganas de mas. besos
ResponderEliminarMuy agradecido, mi querida y amable comentarista. Apuesto por la brevedad para no abusar, como Catilina, de la paciencia del respetable.
EliminarBesos wagnerianos.
Lo he leído con una curiosidad tan ansiosa de final que se impone una relectura. Tus artefactos son cada vez más perfectos.
ResponderEliminar¡Todavía queda gente que se refugia en el anonimato para lanzar elogios impunemente! ¡Qué barbaridad!
EliminarCurioso caso: no sé porqué, mientras la narración va pasando a mi cabeza, yo le pongo el rostro de Clint Eastwood y me maravillo al descubrir que la elegida no es otra que Halle Berry. Luego la "suave claridad", sin rostro ¡Claro!
ResponderEliminarNo son malas elecciones, no.
EliminarMuy bonito Manuel, perfecto como reloj suizo. Yo como soy cada día más tonto, me he quedado colgado con el interrogante final. Esperaremos ansiosos la siguiente entrega...
ResponderEliminarSé de unos cuantos a los que les habría gustado tu relato, el Gran Duque y Ziggy entre ellos.
ResponderEliminarMuy bueno Clavijo.
Sé de algunos a los que les habría gustado tu relato, Clavijo, como al Duque blanco, a Ziggy o al hombre de las estrellas.
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