Fuera verdad o no, fui educada en la certeza de que la
Ciudad de El Cabo era la más hermosa del mundo.
Pero esa antigua
convicción se desvanecía de forma dolorosa cada vez que, desde el acomodado
Noordhoek, dejaba a un lado el centro y recorría los casi veinte kilómetros de
suburbios hasta el aeropuerto.
Mi valía como estudiante me abrió, a pesar de mi
apellido afrikáner, las puertas del mejor colegio para familias angloparlantes.
Recuerdo mi infancia y mi adolescencia como una ensoñación, entre aquella arquitectura
neogótica de cuento de hadas, rodeada de un inmenso manto verde donde disfrutar
del cricket, del tenis, del hockey, de los caballos y del sol.
Más tarde, la universidad fue el mayor acontecimiento
para mi mente insaciable. Y también una sacudida de los principios sobre los
que se asentaban mi vida y mi país. Fui consciente de la titánica tarea que los
primitivos fundadores tuvieron que afrontar para exterminar y desposeer a los
antiguos pobladores y legar a mi generación un futuro más seguro. Y me sentía
profundamente desagradecida hacia ellos. El mundo en el que vivía había dejado
de parecerme amable.
Con mi doctorado recién terminado, la convocatoria
para una entrevista en los Laboratorios Cavendish, de la Universidad de
Cambridge, la meca de la Física, era la oportunidad soñada para cualquier
investigador. La mediación de Trevor Wood, mi antiguo profesor, instalado en
Inglaterra desde hacía cinco años, fue decisiva.
Llegué con dos días de antelación. El encuentro con
Trevor, después del tiempo transcurrido, fue emocionante. Me ofreció una
habitación en su apartamento, y dedicó todo su tiempo libre a familiarizarme
con la ciudad y con los usos de la universidad.
Llegado el día, un funcionario trajeado salió al pasillo con un papel
en la mano y dijo en voz alta mi nombre: Sarah Kriel. A pesar de la
trascendencia del momento, respiré hondo y entré con pie firme a la entrevista.
Pasé casi tres horas respondiendo a su indagación científica y personal, y
defendiendo, con seguridad bien estudiada, mi proyecto, que despertó en el
tribunal un vivo interés, apenas disimulado. Salí con alivio y euforia
contenida. Sin querer echar las campanas al vuelo, llamé enseguida a Trevor
para invitarle a cenar en el mejor restaurante que me pude permitir.
- Ha sido una
gran suerte que se haya presentado esta oportunidad, Sarah. Para personas con
tus conocimientos y tus capacidades, este es el lugar donde hay que estar.
- Es un
privilegio llegar hasta aquí, desde luego. En la distancia, parecía algo
irrealizable.
- El nuestro es
un país sin futuro. Me apenan los que se tienen que quedar allí.
- ¿A qué te
refieres, Trevor?
-Está claro,
Sarah: esto no podrá continuar durante mucho tiempo; la presión interior y
exterior obligará al gobierno a ceder. Será el fin del apartheid, y de nuestra
civilización.
- Pero compartir
los mismos derechos con el resto de ciudadanos es algo básico. Lo que reclaman
es lo que demanda el más elemental sentido de la justicia.
- No, Sarah, no
es justicia. Es envidia. No quieren lo que por justicia les pertenezca: quieren
lo que nosotros tenemos.
- Me parece que,
hasta ahora, sus demandas se han limitado a lo que en cualquier lugar civilizado sería el mínimo aceptable
para sus ciudadanos.
- ¿Y qué
ciudadanos serían esos? No están preparados para ser leales con la sociedad que
les acoge, su cultura es radicalmente incompatible con los principios de la
democracia y las libertades.
- ¿Estás seguro,
Trevor? ¿Has hecho un censo entre los blancos sudafricanos para catalogar la
sinceridad de su compromiso con la igualdad de sexos, con la tolerancia
religiosa, con las soluciones pacíficas, con el entusiasmo fiscal? ¿Y entre el
resto de los occidentales? A veces nos equivocamos cuando creemos que unas
leyes civilizadas son el producto de un pueblo civilizado. Desgraciada y frecuentemente
son las élites las que tienen que armar un orden que lleve esos valores a sus
poblaciones.
- Hablan de derechos humanos, pero solo les interesan para disfrutarlos, no para respetarlos. Son nuestra mayor creación histórica, y en sus manos no serán más que una burla para imponerse y apropiarse de lo que han sido incapaces de alcanzar por sí mismos.
- Los prejuicios, las generalizaciones, la inhabilitación de los otros, no me parecen muy compatibles con el espíritu de los derechos humanos. Y, probablemente, tampoco con la letra.
- Hablan de derechos humanos, pero solo les interesan para disfrutarlos, no para respetarlos. Son nuestra mayor creación histórica, y en sus manos no serán más que una burla para imponerse y apropiarse de lo que han sido incapaces de alcanzar por sí mismos.
- Los prejuicios, las generalizaciones, la inhabilitación de los otros, no me parecen muy compatibles con el espíritu de los derechos humanos. Y, probablemente, tampoco con la letra.
- Me gustaría
ver la cara del próximo defensor de los negros alcanzado por una bomba:
"Oh, os habéis equivocado, soy un blanco que apoya vuestra causa".
- A los criminales hay que tratarlos como a tales, pero sus crímenes no nos legitiman para atacar a toda una población indiscriminadamente.
- ¿Y crees admisible que tengamos que responsabilizarnos de esa oleada de refugiados, sin instrucción, sin recursos, que llega cada año? Sí, ¿verdad?. Nunca faltará un liberal que intente hacernos creer que algo malo habremos hecho.
- A los criminales hay que tratarlos como a tales, pero sus crímenes no nos legitiman para atacar a toda una población indiscriminadamente.
- ¿Y crees admisible que tengamos que responsabilizarnos de esa oleada de refugiados, sin instrucción, sin recursos, que llega cada año? Sí, ¿verdad?. Nunca faltará un liberal que intente hacernos creer que algo malo habremos hecho.
- Oficiales o
encubiertas, nuestro gobierno ha mantenido operaciones militares en los países vecinos,
incluso más allá. Hace dos años más de diez mil soldados intervinieron en
Angola. No podemos tirar la piedra y esconder la mano.
- Pero míralos,
Sarah. Los conoces tan bien como yo. La violencia es consustancial a sus
tradiciones, llevan siglos matándose entre ellos, este año han asesinado a
varios blancos en Pretoria, y si la cosa no va a peor, es porque el gobierno se
esfuerza por controlarlos.
- Precisamente
porque los conoces, sabes en qué condiciones viven.
- Ja, ja. Eso es
lo más asombroso de todo, que se les intente excusar por la miseria y la
humillación que sufren, y luego, cuando detienen a terroristas, nos enteramos
de que son abogados y profesionales.
Trevor se levantó despacio de la mesa apoyándose en
las dos manos. Mientras sacudía la cabeza y se reía para adentro, se fue al
baño.
Sarah se quedó con la mirada perdida. Cogió la
servilleta y apretó la tela fuertemente contra los labios. Así la encontró él
cuando regresó, y le preguntó:
- ¿Qué te
ocurre?, te veo muy seria y pálida.
- Francamente,
estoy sorprendida, y espantada. No sé cómo podré digerir todo lo que acabo de
oír.
- Pues es muy sencillo, Sarah: se llama tolerancia.- dijo Trevor sonriendo.
¡Espléndida!
ResponderEliminarJesús Ortega
Tú sí que eres espléndido, Mr. Garvey.
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