Wall Street 1853

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domingo, 22 de noviembre de 2015

Física Elemental



Fuera verdad o no, fui educada en la certeza de que la Ciudad de El Cabo era la más hermosa del mundo.

Pero esa antigua convicción se desvanecía de forma dolorosa cada vez que, desde el acomodado Noordhoek, dejaba a un lado el centro y recorría los casi veinte kilómetros de suburbios hasta el aeropuerto.

Mi valía como estudiante me abrió, a pesar de mi apellido afrikáner, las puertas del mejor colegio para familias angloparlantes. Recuerdo mi infancia y mi adolescencia como una ensoñación, entre aquella arquitectura neogótica de cuento de hadas, rodeada de un inmenso manto verde donde disfrutar del cricket, del tenis, del hockey, de los caballos y del sol.
Más tarde, la universidad fue el mayor acontecimiento para mi mente insaciable. Y también una sacudida de los principios sobre los que se asentaban mi vida y mi país. Fui consciente de la titánica tarea que los primitivos fundadores tuvieron que afrontar para exterminar y desposeer a los antiguos pobladores y legar a mi generación un futuro más seguro. Y me sentía profundamente desagradecida hacia ellos. El mundo en el que vivía había dejado de parecerme amable.

Con mi doctorado recién terminado, la convocatoria para una entrevista en los Laboratorios Cavendish, de la Universidad de Cambridge, la meca de la Física, era la oportunidad soñada para cualquier investigador. La mediación de Trevor Wood, mi antiguo profesor, instalado en Inglaterra desde hacía cinco años, fue decisiva.

Llegué con dos días de antelación. El encuentro con Trevor, después del tiempo transcurrido, fue emocionante. Me ofreció una habitación en su apartamento, y dedicó todo su tiempo libre a familiarizarme con la ciudad y con los usos de la universidad.

Llegado el día, un funcionario trajeado salió al pasillo con un papel en la mano y dijo en voz alta mi nombre: Sarah Kriel. A pesar de la trascendencia del momento, respiré hondo y entré con pie firme a la entrevista. Pasé casi tres horas respondiendo a su indagación científica y personal, y defendiendo, con seguridad bien estudiada, mi proyecto, que despertó en el tribunal un vivo interés, apenas disimulado. Salí con alivio y euforia contenida. Sin querer echar las campanas al vuelo, llamé enseguida a Trevor para invitarle a cenar en el mejor restaurante que me pude permitir.

- Ha sido una gran suerte que se haya presentado esta oportunidad, Sarah. Para personas con tus conocimientos y tus capacidades, este es el lugar donde hay que estar.
- Es un privilegio llegar hasta aquí, desde luego. En la distancia, parecía algo irrealizable.
- El nuestro es un país sin futuro. Me apenan los que se tienen que quedar allí.
- ¿A qué te refieres, Trevor?
-Está claro, Sarah: esto no podrá continuar durante mucho tiempo; la presión interior y exterior obligará al gobierno a ceder. Será el fin del apartheid, y de nuestra civilización.
- Pero compartir los mismos derechos con el resto de ciudadanos es algo básico. Lo que reclaman es lo que demanda el más elemental sentido de la justicia.
- No, Sarah, no es justicia. Es envidia. No quieren lo que por justicia les pertenezca: quieren lo que nosotros tenemos.
- Me parece que, hasta ahora, sus demandas se han limitado a lo que en cualquier  lugar civilizado sería el mínimo aceptable para sus ciudadanos.
- ¿Y qué ciudadanos serían esos? No están preparados para ser leales con la sociedad que les acoge, su cultura es radicalmente incompatible con los principios de la democracia y las libertades.
- ¿Estás seguro, Trevor? ¿Has hecho un censo entre los blancos sudafricanos para catalogar la sinceridad de su compromiso con la igualdad de sexos, con la tolerancia religiosa, con las soluciones pacíficas, con el entusiasmo fiscal? ¿Y entre el resto de los occidentales? A veces nos equivocamos cuando creemos que unas leyes civilizadas son el producto de un pueblo civilizado. Desgraciada y frecuentemente son las élites las que tienen que armar un orden que lleve esos valores a sus poblaciones.
- Hablan de derechos humanos, pero solo les interesan para disfrutarlos, no para respetarlos. Son nuestra mayor creación histórica, y en sus manos no serán más que una burla para imponerse y apropiarse de lo que han sido incapaces de alcanzar por sí mismos.
- Los prejuicios, las generalizaciones, la inhabilitación de los otros, no me parecen muy compatibles con el espíritu de los derechos humanos. Y, probablemente, tampoco con la letra.
- Me gustaría ver la cara del próximo defensor de los negros alcanzado por una bomba: "Oh, os habéis equivocado, soy un blanco que apoya vuestra causa".
- A los criminales hay que tratarlos como a tales, pero sus crímenes no nos legitiman para atacar a toda una población indiscriminadamente.
- ¿Y crees admisible que tengamos que responsabilizarnos de esa oleada de refugiados, sin instrucción, sin recursos, que llega cada año? Sí, ¿verdad?. Nunca faltará un liberal que intente hacernos creer que algo malo habremos hecho.
- Oficiales o encubiertas, nuestro gobierno ha mantenido operaciones militares en los países vecinos, incluso más allá. Hace dos años más de diez mil soldados intervinieron en Angola. No podemos tirar la piedra y esconder la mano.
- Pero míralos, Sarah. Los conoces tan bien como yo. La violencia es consustancial a sus tradiciones, llevan siglos matándose entre ellos, este año han asesinado a varios blancos en Pretoria, y si la cosa no va a peor, es porque el gobierno se esfuerza por controlarlos.
- Precisamente porque los conoces, sabes en qué condiciones viven.
- Ja, ja. Eso es lo más asombroso de todo, que se les intente excusar por la miseria y la humillación que sufren, y luego, cuando detienen a terroristas, nos enteramos de que son abogados y profesionales.

Trevor se levantó despacio de la mesa apoyándose en las dos manos. Mientras sacudía la cabeza y se reía para adentro, se fue al baño.

Sarah se quedó con la mirada perdida. Cogió la servilleta y apretó la tela fuertemente contra los labios. Así la encontró él cuando regresó, y le preguntó:
- ¿Qué te ocurre?, te veo muy seria y pálida.
- Francamente, estoy sorprendida, y espantada. No sé cómo podré digerir todo lo que acabo de oír.
- Pues es muy sencillo, Sarah: se llama tolerancia.- dijo Trevor sonriendo.

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