Wall Street 1853

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domingo, 1 de mayo de 2016

La mala fe



Los padres y los abuelos de Simón Cadique, y los padres de aquéllos,
y todos los antepasados de los que conservaba memoria, atesoraron caudales y hacienda que fueron la envidia de sus vecinos. Y siempre pagaron un alto precio por ello, a pesar de llevar vidas discretas y alejadas de toda ostentación. La vejación, la prisión, el exilio o la muerte fueron a menudo su destino.

En cambio, el joven médico, que disfrutaba de una fortuna muy menguada respecto de la de las de sus predecesores, no llamaba la atención por su acomodada posición. Era, más bien, su aire despreocupado y risueño el que despertaba recelos y curiosidad por igual, unas veces disimulados, otras no tanto.

Cada mañana, al salir, sacaba la Mezuzá de la jamba de su puerta y besaba los dos salmos que contenía antes de dirigirse a visitar a los enfermos en sus casas o en el hospital.
Todos agradecían su sabiduría tanto como su ánimo alegre, que ocultaba todo atisbo de fatiga o abatimiento. Ni siquiera los más reticentes hacia los hebreos eran capaces de esbozar un mal gesto en su presencia. Les costaba entender que alguien que pasaba tantas horas en compañía de las miserias ajenas o en soledad, dedicado al estudio, tuviera motivos suficientes para lucir tan jubiloso semblante. Tenía que haber una razón que lo explicase, se decían.

La casa de Simón estaba habitada por él mismo y por su servidumbre, entre la que contaba con judíos y gentiles sin distinción, para pasmo y comidilla de unos y otros. Al volver de sus quehaceres se enfundaba su bata, atizaba la lumbre, y se entregaba hasta casi la medianoche al examen de las obras que recibía, con ilusionada avidez, desde las aljamas de Salerno, París, Salamanca o Montpellier.

Cuando agotado cerró la Anathomia de Mondino de Luzzi, tomó el candil y subió hasta su dormitorio. Se atavió con su camisa de dormir y se introdujo entre las sábanas. Permaneció quieto y en silencio unos minutos, hasta que oyó que unos nudillos golpeaban la puerta tres veces. Un instante después, sin esperar respuesta, alguien entró moviéndose en sigilo sobre los pies descalzos, hasta que se detuvo en el centro de la estancia. Sin apresurarse, se despojó del manto que portaba como único atuendo, dejando al descubierto una silueta femenina, apenas perceptible en la penumbra. Lo enrolló y lo lanzó con fuerza contra él.

- La capa del caballero está terminada.

Apremiada por el frío y el deseo, se abalanzó sobre el lecho entre risas. Como cada noche, desde hacía más de un año, Eliana acudió al encuentro de su señor, quien, con manos versadas, acarició su piel siena, y la besó, deteniendo los labios a cada instante para exhalar un aire cálido que le erizaba una vellosidad apenas visible. Suspiraba profundamente y jugueteaba con el pelo del joven mientras la acuciaba un anhelo irreprimible. Su amante la rodeó con un brazo y se ayudó de la otra mano para acceder al arcano de su carne. Les empujaba un ansia voraz, y se musitaban las más ardientes palabras, tanto más ardientes cuanto mayor era su esfuerzo por no levantar la voz. Espoleada por el frenesí, Eliana le abrazó y le hizo girar sobre el lienzo, dejando a Simón debajo de ella. Aprisionándole los brazos, derramó sobre él su melena negra. Se apresuró enloquecida en busca del final, y en la culminación de su delirio se estiró en un grito que las manos de él, tapándole la boca, pudieron apenas silenciar:

- ¡Israel, ooooh, Israel!

Una mañana de primeros de mayo se oyó una sonora algazara en la aljama. El médico y los sirvientes que estaban en la casa bajaron a la plaza sin demora. Una multitud arremolinada en torno a un alguacil escuchaba la lectura, en voz alta, de un edicto de los reyes firmado en Granada.
Todos los presentes quedaron sobrecogidos al conocer el decreto de expulsión. Cabizbajos y entre un leve murmullo regresaron a sus hogares.
Simón y Eliana emprendieron el camino de vuelta, abatidos por la triste nueva.
- Me siento traicionado por la corona- afirmó él- Siempre creí en la protección que nos prometieron.
- Crédulo fuiste- replicó la sirvienta- La expulsión ya pasó en Inglaterra, en Francia, en Alemania, en casi toda Italia…sólo era cuestión de tiempo que le tocara a estos reinos.
- Crédulo o no, cuando fueron asesinados mi padre y, más tarde, el Condestable, se dijo que por ser amigo de judíos, el mismo rey don Enrique vino en persona a castigar severamente a los culpables. Hasta ahora no he tenido motivos para dudar del amparo real.
- Todo ha cambiado de repente- le recordó ella- Llegó el momento de decidir: es el bautismo o la expulsión.
- No es fácil tomar una determinación. Nadie de los Cadique aceptó nunca someterse, pero se me hace difícil pensar en una vida lejos de esta tierra, la mía y la de mi linaje.
- En cambio- se lamentó Eliana- los Ixar nos convertimos, por decisión de mi abuelo, siendo yo aún muy pequeña. Pero no pude vivir con esa vergüenza y esa humillación, por eso abandoné mi casa y su religión.

Las semanas que siguieron al funesto anuncio fueron para los dos de largas y muy amargas reflexiones en torno al rumbo que darían a sus vidas. Finalmente, a regañadientes, y con escrúpulos difíciles de sobrellevar, la joven se avino a aceptar la propuesta, más práctica, de su amador y señor, y ambos solicitaron, por separado, al párroco de San Andrés, ser aceptados en la catequesis.
Durante dos meses largos estuvieron acudiendo a diario para ser instruidos en la fe cristiana. Con interés fingido, ella, y algo más sincero, él, intentaron a duras penas familiarizarse con el intrincado galimatías de   dogmas, creencias, prohibiciones, obligaciones, usos y costumbres. Sin duda, lo más difícil de descifrar fue la visión movediza que los cristianos tenían de los hijos de Sión: pueblo elegido, primero; asesino, más tarde, del Mesías, el más grande de los hombres y a la vez Dios, y galileo; y nación perseguida en los siglos posteriores. Un embrollo.
A pesar de ello, Simón se interesó por aquellos aspectos de la nueva religión que suavizaban el temor al Creador y otros rigores del Talmud, que nunca habían casado del todo bien con su escasa inclinación a la severidad. Un Dios, o los que fueran, que amaba a su grey, y una madre que escuchaba y esparcía dones sobre sus devotos, eran nuevos alicientes en su aproximación a la Iglesia.

Terminado el período de prédica, decidieron dejar transcurrir unos días alejados el uno del otro para dedicarlos a la reflexión y a prevenirse mutuamente de posibles remordimientos. A tal fin, el médico optó por pernoctar durante ese tiempo en el hospital.
Estando próximo a expirar el plazo de cuatro meses que les concedía el edicto, en la fecha finalmente elegida para su bautismo, la muchacha llegó al templo a la hora convenida con el párroco y con el representante del Concejo. Había otra docena de nuevos cristianos convocados para el sacramento, así que se sentó y aguardó en su banco a su compañero de conversión. Su impaciencia del principio se tornó ansiedad cuando el último de los que la precedían se alejó de la pila ya ungido y Simón no había acudido aún. Se levantó presa de la angustia y salió corriendo hacia la casa. En la puerta se encontró a los demás sirvientes que lloraban y discutían con varios cristianos que habían acudido exhibiendo sus títulos de propiedad de la casa y demás bienes de su señor. Desesperada, la sirvienta subió a toda prisa a la habitación del amo y sobre la cama encontró un sobre, en el que había escritas dos líneas:
Eliana Ixar
Shalom.

Todo esto ocurría exactamente a la hora de la cuarta oración para los fieles de Mahoma. Simón Cadique pudo oír perfectamente la llamada del almuédano desde el alminar de la mezquita de Fez.


2 comentarios:

  1. mala fe o .... ¿miedo? me gusta JLM

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    1. Ambas cosas, Jorge, y alguna más. Y hay otras acepciones de la palabra "fe" que encajan también con el sentido del título.
      Me alegra que sea del gusto de la exigente estirpe de los Lozano.

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