Me
preguntaba mi amigo J. si no sentía que en poco tiempo se había desmoronado
todo aprecio, público y privado, por la cultura
, y que la búsqueda y la
posesión del conocimiento estaban ahora socialmente penalizados. Recurría a la ilustrativa
imagen de cómo antes, tener en casa una biblioteca bien nutrida provocaba
admiración en las visitas, mientras que en nuestros días sólo acredita que has
llegado a casa de un pringao.
Ante su
planteamiento apocalíptico me tocó vestir el traje de integrado y la
responsabilidad de insuflarle algo de ánimo. Me parece, improvisé, que quizá
estemos viviendo una época de mudanza de un paradigma a otro; que no es posible
que sigamos eternamente instalados en la era Gutenberg mientras el mundo
digital se despliega delante de nuestras narices; que una serie de la HBO puede
ser una fuente de goce estético no inferior a Calderón o a Kafka. Y le recordé
que, a pesar de lo que nos gusta oír, en
nuestra mocedad el porcentaje de marmolillos que poblaban las aulas no era muy
diferente del de cualquier I.E.S. del presente. No obstante, le concedí que lo
que sí puede que haya cambiado es que aquel saber era valorado por todos,
incluso por aquellos que no tenían el menor interés por adquirirlo, no como en
el siglo XXI, en que se ha vuelto santo y seña del fracasado.
Poco
convencido de que mis ocurrencias para salir del paso hubieran sido un bálsamo
eficaz para mi preocupado amigo J., me quedé dándole vueltas al asunto, sin
atreverme a hacerle partícipe de los derroteros por los que me llevaron mis
cavilaciones.
Reparé
en que la primera acepción en el diccionario de cultura es cultivo. Esto
me trajo a la mente la noción de esfuerzo, y la de diferimiento de la
recompensa, por utilizar una jerga psicologicista, sobre las que está basado
nuestro modelo social desde hace 10.000 años. Personas o sociedades no son
consideradas maduras si no es gracias al trabajo, como vía que conduce al
premio, pensamiento este reforzado por el mito del pan y el sudor de la frente
del Génesis o la fábula de la cigarra y la hormiga. Esa revolución agrícola del
Neolítico, que los libros de texto nos enseñaron a admirar como la gran conquista
de una Arcadia feliz, es la que Yuval Noah Harari se atreve a calificar como el
mayor fraude de la Historia. El aprendizaje de la domesticación de animales y
plantas, y el consecuente sedentarismo, permitieron asegurar la disponibilidad
de mayor cantidad de alimentos y, por lo tanto, el crecimiento de las
poblaciones humanas. Pero lo que fue un buen negocio para la especie,
interesada en su supervivencia y en la mayor difusión de sus genes, no lo fue
tanto para los individuos. La dieta fue, por los general, más abundante, pero mucho
menos variada, y obtenida a cambio de mayor brega y esfuerzo. Más laboreo no
sólo hacía la vida más dura, sino que a mayor inversión en trabajo, mayor era
la disposición a defender hasta sus últimas consecuencias el territorio, lo
cual trajo también más violencia y conflictividad. Ante el acoso del clima, las
bestias o las tribus vecinas, la huida dejó de ser una opción. Vivían más
individuos, y vivían más años. Pero no está claro que vivieran mejor. Y para
ahuyentar cualquier tentación de regresar al mundo de cazadores-recolectores,
donde se satisfacían más pronto y con menos dedicación los apetitos y las
necesidades, se crearon jerarquías que velaban por que no se dieran disfrutes gratuitos.
Semejante
giro en la percepción histórica, además de ser el que ha llevado a algún
visionario oportunista a poblar los suplementos dominicales con esa bobada de
la dieta paleolítica, y más allá de
tal simpleza, nos invita a no descartar la posibilidad de que este tiempo nuestro de banalidad, de desdén por el
esfuerzo, de infantilización de los logros -que deben ser inmediatos e independientes
del mérito-, de permanente estado de holganza, sea en realidad el
del alumbramiento de una revolución paleolítica, que arrase los fundamentos en los
que han sido formados tantos niños y niñas aplicados, que de adultos sienten
una espontánea repugnancia por las formas de vida que no están basadas en la
secuencia trabajo+tiempo = placer efímero > +trabajo+tiempo.
El
monolito que Arthur Charles Clarke ideó en 2001
como tótem que simbolizaba los saltos evolutivos de los primates, sigue
dando tumbos por el espacio, aunque no tengamos claro si avanza hacia delante o
en círculo. El socialismo científico del XIX nos legó una noción de progreso histórico
que nos cuesta abandonar. Creemos que caminamos con la vista al frente. Nos
resistimos a aceptar que podamos vivir en estadios culturales que ya se
conocieron, y, si ocurre, lo asumiremos como una involución, con toda la carga
negativa del término.
¿Cultura?
Bah, dirán muchos, que otro espere la cosecha.
A lo mejor esta orgía de superficialidad es la respuesta a nuestras plegarias clamando por la felicidad. Un horror. O no, J.
A lo mejor esta orgía de superficialidad es la respuesta a nuestras plegarias clamando por la felicidad. Un horror. O no, J.
Yo me libro, tengo biblioteca.
ResponderEliminarPues estás perdido, muchacho.
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