Wall Street 1853

Wall Street 1853

martes, 31 de mayo de 2016

Revolución Paleolítica

Me preguntaba mi amigo J. si no sentía que en poco tiempo se había desmoronado todo aprecio, público y privado, por la cultura
, y que la búsqueda y la posesión del conocimiento estaban ahora socialmente penalizados. Recurría a la ilustrativa imagen de cómo antes, tener en casa una biblioteca bien nutrida provocaba admiración en las visitas, mientras que en nuestros días sólo acredita que has llegado a  casa de un pringao.
Ante su planteamiento apocalíptico me tocó vestir el traje de integrado y la responsabilidad de insuflarle algo de ánimo. Me parece, improvisé, que quizá estemos viviendo una época de mudanza de un paradigma a otro; que no es posible que sigamos eternamente instalados en la era Gutenberg mientras el mundo digital se despliega delante de nuestras narices; que una serie de la HBO puede ser una fuente de goce estético no inferior a Calderón o a Kafka. Y le recordé que, a pesar de lo que nos gusta oír,  en nuestra mocedad el porcentaje de marmolillos que poblaban las aulas no era muy diferente del de cualquier I.E.S. del presente. No obstante, le concedí que lo que sí puede que haya cambiado es que aquel saber era valorado por todos, incluso por aquellos que no tenían el menor interés por adquirirlo, no como en el siglo XXI, en que se ha vuelto santo y seña del fracasado.

Poco convencido de que mis ocurrencias para salir del paso hubieran sido un bálsamo eficaz para mi preocupado amigo J., me quedé dándole vueltas al asunto, sin atreverme a hacerle partícipe de los derroteros por los que me llevaron mis cavilaciones.

Reparé en que la primera acepción en el diccionario de cultura es cultivo. Esto me trajo a la mente la noción de esfuerzo, y la de diferimiento de la recompensa, por utilizar una jerga psicologicista, sobre las que está basado nuestro modelo social desde hace 10.000 años. Personas o sociedades no son consideradas maduras si no es gracias al trabajo, como vía que conduce al premio, pensamiento este reforzado por el mito del pan y el sudor de la frente del Génesis o la fábula de la cigarra y la hormiga. Esa revolución agrícola del Neolítico, que los libros de texto nos enseñaron a admirar como la gran conquista de una Arcadia feliz, es la que Yuval Noah Harari se atreve a calificar como el mayor fraude de la Historia. El aprendizaje de la domesticación de animales y plantas, y el consecuente sedentarismo, permitieron asegurar la disponibilidad de mayor cantidad de alimentos y, por lo tanto, el crecimiento de las poblaciones humanas. Pero lo que fue un buen negocio para la especie, interesada en su supervivencia y en la mayor difusión de sus genes, no lo fue tanto para los individuos. La dieta fue, por los general, más abundante, pero mucho menos variada, y obtenida a cambio de mayor brega y esfuerzo. Más laboreo no sólo hacía la vida más dura, sino que a mayor inversión en trabajo, mayor era la disposición a defender hasta sus últimas consecuencias el territorio, lo cual trajo también más violencia y conflictividad. Ante el acoso del clima, las bestias o las tribus vecinas, la huida dejó de ser una opción. Vivían más individuos, y vivían más años. Pero no está claro que vivieran mejor. Y para ahuyentar cualquier tentación de regresar al mundo de cazadores-recolectores, donde se satisfacían más pronto y con menos dedicación los apetitos y las necesidades, se crearon jerarquías que velaban por que  no se dieran disfrutes gratuitos.

Semejante giro en la percepción histórica, además de ser el que ha llevado a algún visionario oportunista a poblar los suplementos dominicales con esa bobada de la dieta paleolítica, y más allá de tal simpleza, nos invita a no descartar la posibilidad de que este  tiempo nuestro de banalidad, de desdén por el esfuerzo, de infantilización de los logros -que deben ser inmediatos e independientes del mérito-, de permanente estado de holganza, sea en realidad el del alumbramiento de una revolución paleolítica, que arrase los fundamentos en los que han sido formados tantos niños y niñas aplicados, que de adultos sienten una espontánea repugnancia por las formas de vida que no están basadas en la secuencia trabajo+tiempo = placer efímero > +trabajo+tiempo.

El monolito que Arthur Charles Clarke ideó en 2001 como tótem que simbolizaba los saltos evolutivos de los primates, sigue dando tumbos por el espacio, aunque no tengamos claro si avanza hacia delante o en círculo. El socialismo científico del XIX nos legó una noción de progreso histórico que nos cuesta abandonar. Creemos que caminamos con la vista al frente. Nos resistimos a aceptar que podamos vivir en estadios culturales que ya se conocieron, y, si ocurre, lo asumiremos como una involución, con toda la carga negativa del término.

¿Cultura? Bah, dirán muchos, que otro espere la cosecha.
A lo mejor esta orgía de superficialidad es la respuesta a nuestras plegarias clamando por la felicidad. Un horror. O no, J.

2 comentarios: