Wall Street 1853

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miércoles, 9 de septiembre de 2015

Pax Planctonis

Debió ser a consecuencia de las primeras riñas escolares (en las que seguro que me tocó recibir), más que como mensajero de la paz, que desarrollé una precoz antipatía hacia la agresividad y la violencia
(aunque eso no quita que disfrutase lo mío el día en que a uno de los matoncillos de la clase, le puse una artera zancadilla cuando correteaba por el pasillo del autobús incordiando a unos y a otros).

El repudio de toda forma de agresión me llevó incluso a rechazar los dibujos animados que se ensañaban con los perseguidores.

Esto empeoró con los años. Quienes me conocen, saben que jamás podré volver a contemplar los primeros veinte minutos de “Salvar al soldado Ryan”, esa brutal inmersión en la mutilación y la casquería. Veinte minutos que pasé tragando saliva y agarrado a la butaca diciéndome: “es una película, es una película…”.

No pude evitar dirigir también mi mirada a la descarnada realidad de la cadena trófica, el cruel proceso de transferencia de nutrientes a costa del sacrificio de otras vidas. Despojado de toda visión teológica, encontraba igualmente insoportable y erróneo que la evolución hubiese permitido esa atrocidad: que el tráfico de sustento biológico se despachase con todas las sanguinarias variantes que el documentalismo naturalista nos ha permitido presenciar.

Y todo esto lo observaba sintiéndome una presa en potencia, con interesada ignorancia del brutal papel que a los primates nos ha correspondido en esta feria de los despojos. Cuando pensamos en un depredador, imaginamos los colmillos amenazantes de una partida de leonas cazando o de unos lobos hambrientos. Y preferimos olvidar o menospreciar el grado de violencia y fuerza física extremas que puede desplegar un simple chimpancé, ese simpático simio.

El disgusto por toda esa furia nutricional continuada desde la noche de los tiempos me llevó a concebir la fantasía de un mundo alimentado en su totalidad por el modesto plancton, los microscópicos e inconscientes organismos que, reproducidos en cantidad suficiente, traerían un nuevo horizonte de paz y sosiego a todo bicho viviente, como los arados forjados de las espadas en el Cántico de Isaías. No habría otra meta que el disfrute de los dones naturales, sin tener que pasarse el día segregando adrenalina, bien mirando de reojo para no ser acometidos, bien arrastrándonos entre la maleza para acometer.

Y he aquí que, después de sus primeros pasos en la alta cocina, el plancton para consumo doméstico, deshidratado o liofilizado, ya está aquí. Este sí que es un giro con desplazamiento orbital en la trayectoria del planeta, y no aquella ilusión pueril de unas Naciones Unidas. Paparruchas.

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